miércoles, 13 de febrero de 2013


 
Me gusta mi vida contigo.




Joan, mi psicóloga desde que soy un adolescente, me miraba con atención, como siempre hacía cuando yo guardaba silencio. Usualmente me preguntaba en qué estaba pensando, pero hasta el momento no había dicho nada. Y lo agradezco, porque no podría responder a ninguna de sus preguntas.

Me estaba perdiendo.

Comencé a hundirme en la nada.

Dentro de mi cabeza siempre hay algo; bueno o malo, mi mente siempre parece deseosa de conversar conmigo. Pero ahora no había nada. Me sentía dentro de un cuarto enorme y vacío, de color blanco. Era tan pulcro, que me crispaba los nervios.

No me gusta la pureza, porque suele mancharse con la vida.

—Gerard — dice Joan, en un primer intento de traerme de vuelta. Pero yo no puedo hacer nada por ella esta vez.

Ni siquiera puedo hacer algo por mí. Y eso es peor.

Tengo 30 años, y debería saber cómo controlar mi cuerpo y mi mente, pero la verdad es que no sé hacerlo.

Soy un niño perdido en el cuerpo de un adulto.

Soy un hombre quebrado por sus propios pensamientos. Por el dolor también, y por una infancia difícil.

Pero quién no ha sufrido.

Y comprendo que soy débil. Muy débil.

Me odio.

—Gerard — Joan vuelve a llamarme. Debería sentirse molesta por mi poca capacidad de prestarle atención y mantener una conversación de 45 minutos. Pero su voz suena calma, como siempre. Creo que nada puede alterarla.

La admiro, y nunca se lo he dicho. No debo cruzar la línea de doctora-paciente.

Yo no soy nada más que un paciente.

No soy nada para nadie.

Me odio.

—Gerard, ¿me escuchas? — asiento, muy leve con mi cabeza, de arriba abajo una vez.

Sí, la escucho, pero muy amortiguada. Mis pensamientos han empezado a sonar más fuerte que la voz de Joan.

Tras mi psicóloga, hay un mueble azul, donde descansan los libros que ella puede leer en sus ratos libres.

Y es el azul de ese mueble, lo que más resalta en mi campo visual. Pareciera que me absorbe, porque es lo único que puedo ver.

Soy consciente de mi pecho apretado, mis ojos húmedos, la picazón en mis manos, y de ese azul llamándome.

El azul se prende y todo lo demás se borra.

Sé que no es ninguna ilusión. Son las lágrimas que me prohíben ver algo más dentro de la pequeña sala.

—Gerard, escúchame con atención — Joan se ha levantado de su asiento. Lo sé porque escucho su voz más cerca. Y un calorcito en mi rodilla, probablemente sea su mano — No te pierdas, Gerard. Mírame. Centra tu atención aquí — sé que es una orden, aunque sigue sonando con ciertos toques sutiles —. Mira este dinosaurio de juguete.

Mis ojos lo intentan un par de veces, hasta que lo enfocan. Es un diminuto dinosaurio de color amarillo, con la boca abierta y los brazos cortos. Sonrío al darme cuenta que es un juguete de sus pacientes más jóvenes.

—Estoy aquí — le informo que no me he perdido.

Joan sonríe, satisfecha.

Me dice que respire profundo y que la sesión ha finalizado. Asiento, porque aún no podía hablar, y me parece correcto dar una respuesta positiva.

—Puedes quedarte hasta que te sientas mejor.

Niego.

—Quiero irme a casa.

—¿Te sientes bien para irte solo? — asiento, aunque no es cierto.

Mi pecho está aliviado de cierta manera, pero mis extremidades se sienten resentidas. Están flojas y las piernas a duras penas me sostienen. Pero como nunca antes, fueron fuertes y me trajeron a casa sin dificultad.

Y solamente un paso bastó para sentirme seguro.

Mi departamento no es nada especial, pero me reconforta como ningún otro lugar. Aunque me gusta la decoración y el espacio, sé que es porque vivo aquí con él. Con Frank, mi novio.

No me gusta poner todas mis esperanzas en una sola cosa o persona, porque siempre existe la posibilidad de perderlo. Pero con Frank hemos vivido tantos riesgos, que uno más no debería importar. Así que me atreveré a decir que él es una de las razones más importantes por las que sigo con vida.

Nunca intenté matarme realmente, porque soy muy cobarde. Pero Frank mantiene mi corazón feliz, y eso para mí es estar vivo. El resto sólo es un estado biológico.

Además de mi relación, tengo un trabajo a tiempo completo en una empresa telefónica. Por supuesto, nunca fue mi sueño, pero me da el suficiente dinero para pagar las cuentas.

Y sólo eso es mi vida. O «rutina», como suelo llamarla. Pero no me quejo, porque de todas formas sonrío todos los días, y eso es más de lo que podría pedir.

—El tráfico estaba horrible hoy — susurra Frank, en mi oído, tomándome por la cintura. El abrazo me deja sentir su cuerpo y su calor. Mi corazón se calma.

—¿Tenías prisa?

—Por verte.

Y sonrío.

Con Frank llevamos dos años viviendo juntos y aún logra ponerme como idiota. Tenemos una gran relación, porque sólo somos nosotros; nunca tuvimos la necesidad de fingir, y eso lo hace perfecto.

Sus labios apresan los míos, y yo me dejo llevar por su humedad. Me embarco a donde él quiera llevarme. No tengo objeción, porque siempre a su lado será ideal.

—Bienvenido a casa — sonríe, por ver mi expresión extasiada. Yo no puedo verla, pero me siento de tal forma, y debería estar avergonzado.

—¿Y ese dinosaurio? — pregunta Frank, con una risita siguiendo el paso de su voz.

—Fui con Joan hoy. Tuve un ataque de pánico — informo, casual.

Hablo con naturalidad, porque un ataque de pánico no resulta muy extraño en mi vida. Pero, al parecer, Frank no opina igual. Sus ojos se abren más de lo normal, dejándome ver que está exaltado. Me pregunta si he vuelto solo a casa, y yo le digo que sí. A él no le miento.

—No quiero que te pase nada, Gerard — dice, muy bajito, acariciando un mechón de pelo que roza mi pómulo.

—Nada va a pasarme. Siempre me tendrás a tu lado — le digo, en respuesta a la canción que me escribió el otro día.

Frank no es músico, pero ama escribir canciones y tocar la guitarra acústica. Ha escrito muchas letras por mí y por nosotros, y cada vez que las canta, mi corazón se derrite un poco más. Su voz es la más hermosa que he oído nunca.

—Obstinado — arruga un poco la frente, pero sé que no está enojado.

Su preocupación por mí me encanta, y al mismo tiempo, me sorprende que siga siendo así, a pesar de los años. Y a pesar de conocer mis depresiones.

Frank no se ha cansado de mí, y eso es lo que más susto me da. Pero no puedo pensar al respecto, porque me besa y yo vuelvo a perderme.

Le enseño una historia que encontré en Internet antes de salir de casa, y el día se nos pasó como un suspiro.

Frank me sonreía y me contaba cómo fue su día en el periódico, y yo estaba bien. Por eso no me lo veía venir…

Pero a la noche atacó nuevamente. Eso que vive dentro de mi cabeza y que yo me he encargado de alimentar con el paso de los años. Ya ni sé cómo llamarlo, porque he sido yo mismo su dueño y creador.

Y soy yo el único que puede detenerlo, pero no tengo la fuerza necesaria.

Estoy cansado de luchar contra él. Como estoy cansado de oír lo que tiene para destruirme.

Aún así, despierto en plena madrugada, con la oscuridad de la habitación y el llanto cubriendo mis mejillas. Me falta la respiración y la cordura.

Frank me siente de inmediato, e intenta calmarme. Me arrulla, me susurra, me toca la piel, y de a poco me trae de regreso.

Es un proceso lento, porque en un comienzo solamente puedo oír mi voz gritándome. «Idiota. ¡No sirves para nada! Él no te quiere, porque vales muy poco».

Una y otra vez.

«Vales muy poco, cobarde».

Las lágrimas las siento manchando todo a su paso. Me hago ovillo en la cama, presionando con fuerza mis muslos contra mi abdomen, pero nada detiene el dolor.

Tengo la imperiosa necesidad de destruirme y dejar de pensar.

Quiero descansar en paz. Y dejarlo a él, para que tenga una vida con alguien normal, que no lo desgaste como lo hago yo.

—Estás perdiendo tu tiempo conmigo — hablo entrecortado, porque mi cuerpo tiembla.

—No empieces con esa mierda.

—¿Por qué no te cansas de mí?

—Porque eres lo que necesitaba para ser feliz.

«No puede ser cierto. No puedes hacer feliz a nadie».

¿Cómo Frank soporta este tipo de cosas? Él podría tener una vida perfectamente normal con otra persona. Yo me sentía como una carga y una pérdida de tiempo.

Un espasmo me recorre y deseo vomitar. No sé si mis pensamientos quieren huir y dejarme en evidencia, o la poca comida que ingerí antes de acostarme está haciendo su camino de regreso por mi garganta. Pero no logro averiguarlo, porque Frank me sostiene por los hombros y me mira directo a los ojos.

—Te necesito aquí — yo niego. No estaba dispuesto a creer que fuese cierto —. Tus malditas inseguridades no te comerán vivo, porque yo me encargaré de sacarte de ésta y todas las que sigan.

Sin más palabras, Frank toma el dinosaurio de juguete que me dio Joan esa mañana, y lo sostiene frente a mi cara.

—Centra tu atención aquí, Gerard — estaba intentando usar las técnicas de mi psicóloga, pero en su voz pude notar el ruego.

Frank estaba asustado por perderme, y eso me trajo de vuelta.

Frank era honesto, y me amaba como yo lo amaba a él.

No tenía por qué temer.

—Este dinosaurio me ha salvado dos veces el mismo día — rió, agraciado, por verme bromear.

—Creo que será nuestro amuleto — apretó el juguete en su mano derecha. Y yo le besé el dorso de ésta.

Me acurruqué contra el cuerpo de mi novio y un suspiro se escapó de mis labios. Me sentía en paz y con mucho sueño.

Medio adormilado, sentí que Frank besó mi cabeza. Y luego todo fue calma.

Sus latidos serenos contra mi oreja, y nuestro pequeño guardián amarillo sobre el buró.




xx;

2 comentarios:

  1. ¡Hola! me gusta como escribes:) deberias subir más! un beso

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias :D!
      Ahora me doy cuenta que no escribo hace tiempo. Ugh

      Eliminar